Mezclilla: 20
II Entre la multitud -pues tal puede llamarse- de escritores nuevos que invaden en la actualidad las letras francesas, haciéndose competencia para conquistar la atención del público universal, no tardó en distinguirse Paul Bourget como crítico o ensayista; y no ciertamente por el raro hallazgo de una manera, de una teoría estética, de un procedimiento; ni por extremar moda literaria alguna, ni por dar un salto atrás a lo Rossetti o Gabriel d'Annunzio, ni por blasfemar, como Richepin, o ponerse malo en verso, como Rollinat y tantos otros. La honda simpatía que sugiere bien pronto la lectura de cualquier libro de P. Bourget, nace de las cualidades fundamentales de su espíritu artístico, no de elementos formales o de tal o cual prurito estético. Cierto es que también hay originalidad y sello personal en aquella elegancia y delicadeza del estilo, en la suave insinuación con que el psicólogo y moralista que hay dentro de este crítico poeta se mete en el alma del lector como un confesor discreto; pero lo que más le distingue y hace apreciar (querer estaba por decir), es lo que a través de sus obras se ve en su corazón y en su cabeza. P. Bourget, mejor que ningún escritor de los jóvenes, tan bien como el que más, por lo menos, representa en la literatura y en la filosofía esa tendencia saludable que, sin pretender significar una reacción contra la ciencia positivista o positiva (según se entienda), ni contra la literatura realista, materialista o verista o sincera, o como quiera decirse, se coloca con ánimo imparcial en neutralidad no sospechosa; y en nombre del sentido moral, del sentido común y de otros varios sentidos buenos, procura dar a cada uno lo suyo, combate sin pasión las exageraciones de todos, y, sin olvidar que no hay más vida posible que la del presente, buscando el porvenir, respeta en el pasado todo lo grande, y entre lo grande escoge lo posible que nos ofrece la historia como elemento moral no gastado, con una actualidad perenne que lo hace útil acaso para remediar en parte, aliviar por lo menos, ciertos males de nuestros días. Volver los ojos atrás con espíritu reaccionario, con odio de lo presente, es género de orgullo, tal vez de mala índole, en muchos de los que tal hacen; pero pensar que todo hemos de hacerlo nosotros y nuestros descendientes, que no hay nada en lo que se da por muerto, y puede no estarlo, que sirva para hoy, y acaso para siempre, es género de ligereza, de vanidad y de apasionamiento que suele encontrarse aun en espíritus que pasan por muy circunspectos, serios, cautos y profundos. Cualquier estudio de P. Bourget, aunque tenga apariencias de pesimismo tibio, resignado, suave, lleva consigo cierto consuelo y fortaleza; siempre le acompaña un cuidado atento y solícito del bien moral, un respeto jamás declamatorio de la ley ética, una constante alusión implícita, como pudorosa podría decirse, al santo deber, que necesariamente ha de tener un fundamento metafísico, sagrado, por recóndito que sea. Pero, con todo esto, no hay nada en Bourget que signifique borrar lo vivido, desandar lo andado, condenar la historia reciente (absurdo aún más notorio que condenar la remota); no hay nada en él de ese lirismo retrógrado, que a veces es poético, pero casi siempre injusto e infecundo, ligado muy a menudo con malas causas, lleno de prejuicios en los más, superficial en su filosofía, vago y deficiente en sus propósitos. Por lo mismo tiene más fuerza la lección sana y espiritual del muy discreto autor de Cruel enigma. Un maestro a quien él casi adora, Alejandro Dumas, hijo, produce, en mi sentir, menos efecto con su misión moral ostensible, a veces ostentosa, si no menos sincera, fundada en menos firme terreno, dependiente de ideas más discutibles, y sin ese pudor de que antes hablaba, sin esas reticencias y referencias sobrentendidas que dan a la doctrina, en Paul Bourget, la eficacia de un singular encanto. Dumas no sólo ostenta, sino que hasta declama su moralismo; y prescindiendo de que es demasiado casuista a veces, y como tal un poco improvisador y algo caprichoso en punto a los deberes y su fundamento, la forma polémica que suele escoger en libros y en dramas le lleva muy lejos y le hace tomar armas que, si le sirven para lucir el ingenio y defender su cuerpo, no aprovechan tanto a la noble causa que en muchas ocasiones sustenta. P. Bourget, a quien como literato no me atreveré yo a igualar con Alejandro Dumas, en el aspecto de que trato le aventaja, pues no aventura paradojas, ni menos predica, ni provoca la contradicción, ni improvisa teorías, casos apurados y salidas extraordinarias. No pretende tener una especie de ninfa Egeria moral, como parece que pretende su maestro; y (lo que importa antes que todo), más pensador que el dramaturgo, más estudioso y más filósofo, en suma, no apoya su moralismo en tan discutidas bases metafísicas como Dumas que se contenta en este punto con lo corriente, con lo más admitido por los más; pero sin reparar que es lo menos probado, lo menos reflexionado, lo más expuesto a un cataclismo. Basta ver, por ejemplo, lo que Dumas escribía, no ha mucho, para combatir el nihilismo estético y moral de Leconte de Lisle. ¡Cuánta gracia, qué soltura, qué precisión y relieve plástico en los argumentos! Pero, al fin y al cabo, ¡qué falta de justicia, qué falta de seguridad, y casi casi que falta de seriedad! No: no son optimistas a lo Dumas los que han de vencer al pesimismo hoy triunfante.
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