NI la Escuela, ni los recitales de danza, ni la buena voluntad de Lohengrin consiguieron distraer los pensamientos de Isadora. Nada podía volverla a la realidad. En su estudio no podía vivir, porque todo le recordaba demasiado a los niñas. En la Escuela, donde las alumnas le habían pedido que viviera para ellas, no podía pasar más de dos días sin deshacerse en llanto. Y siempre que miraba a Lohengrin, no podía dominar el dolor. Este acabó por no soportar el ambiente depresivo que le rodeaba y un día se marchó, sin despedirse siquiera.
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