Niebla 23
NieblaXXIII de Miguel de Unamuno El pobre Augusto estaba consternado. No era sólo que se encontrase, como el asno de Buridán, entre Eugenia y Rosario; era que aquello de enamorarse de casi todas las que veía, en vez de amenguársele, íbale en medro. Y llegó a descubrir cosas fatales. –¡Vete, vete, Liduvina, por Dios! ¡Vete, déjame solo! ¡Anda, vete! –le decía una vez a su criada. Y apenas ella se fue, apoyó los codos sobre la mesa, la cabeza en las palmas de las manos, y se dijo: «¡Esto es terrible, verdaderamente terrible! ¡Me parece que sin darme cuenta de ello me voy enamorando... hasta de Liduvina! ¡Pobre Domingo! Sin duda. Ella, a pesar de sus cincuenta años, aún está de buen ver, y sobre todo bien metida en carnes, y cuando alguna vez sale de la cocina con los brazos remangados y tan redondos... ¡Vamos, que esto es una locura! ¡Y esa doble barbilla y esos pliegues que se le hacen en el cuello...! Esto es terrible, terrible, terrible...» «Ven...
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