Lo prohibido: 26
I Ya es tiempo. Voy a concluir. La aplicación de la electricidad, hábilmente hecha por Augusto en los meses de Junio y Julio, fue de grande eficacia, si no para curarme, pues esto era imposible, para sostenerme un poco, alargándome la vida y haciendo más llevaderos los días que me restaban. Porque sobre la proximidad de mi fin ya no podía tener duda. Lo único que podía esperar del esmerado tratamiento de mi joven y sabio médico, era tirar tres o cuatro meses más, si bien él, llevado de esos impulsos caritativos que tan bien se hermanan con la ciencia, aseguraba responder de mi curación completa. Recobré, pues, la palabra, aunque de la manera imperfecta que he dicho. Advertí despejo y claridad en las ideas; me volvió la memoria, quedándome sólo la mortificación de no poder recordar ciertos nombres, y el lado izquierdo dio algunas señales de vida, cosquilleando primero y desentumeciéndose después un poco. El movimiento, señal primera de la vida, me fue concedido, aunque de tan rudimentario modo, que sólo a gatas hubiera podido andar sin auxilio ajeno. Para andar como los seres que deben a la facultad de tenerse en dos pies el privilegio de cobrar el barato en la Creación, necesitaba del apoyo de otro bimano. Resistíame a salir a la calle, por coquetería y presunción; pero tanto insistió Augusto en que debía salir, que no tuve más remedio que exponer mi lastimosa personalidad a las miradas compasivas, indiscretas o quizás burlonas de mis semejantes. Lo que esto hería mi amor propio no es para contado; pues poniéndome en lugar de los transeúntes, me miraba, me tenía lástima y aun me chanceaba un poco de mi extraña figura. Si no me visteis a mí, habréis visto sin duda a otro prójimo herido del mismo mal, y podréis figuraros cuál era mi facha, encorvado el cuerpo, la cabeza cayendo de un lado, el mirar estúpido, el rostro encendido, la boca abierta, las piernas tan torpes, que a pasito corto necesitaba media hora para andar cien metros. Los paseos, no obstante, me sentaron tan bien, que a los dos meses de salir a la calle ya era otro hombre, y me gobernaba solo algunos ratos con ayuda de un fuerte bastón. El espejo díjome que no tenía ya tan pintada en mi cara la imbecilidad, y con este remedio de la Naturaleza y los esfuerzos que hice para componer mi fisonomía, creo que no iba del todo mal. Determiné no salir el verano. El calor no me molestaba mucho, y además, ¿a dónde iba yo con aquella traza y tanto entorpecimiento y el estorbo de mi propia invalidez? Antes de marcharse, allá por los comienzos de Julio, diome Severiano la solución de su charada. Yo había comprendido que la tabla de salvación de que me habló era el matrimonio con alguna joven rica; pero no sabía quién era la providencial novia, ni lo habría adivinado jamás si él no me lo dijese, dejándome estupefacto. Creo que mis lectores se pasmarán, como yo me pasmé, cuando lean aquí que la tabla de Severiano era Esperancita, la hija mayor de D. Isidro Barragán. De modo que ingresaba en el seno de la que él llamaba familia reventativa, y tendría por papás a Partietido del Principio y No Cabe Más, personas de quienes se había reído tanto. Ya no me quedaba nada que ver en el mundo. Había visto la maravilla más grande en el orden moral, Camila; había visto el portento de las palinodias, la boda de mi amigo. Ya podía morirme satisfecho. Y este paso revelaba tanta habilidad como saber mundano. El himeneo con una de las primeras herederas de Madrid era su salvación. Estaba decidido a ser juicioso y buen marido y acabado modelo de ciudadanos y padres de familia. Como me dijera que su novia era una excelente muchacha, cariñosa, sencilla, modesta, inclinada a las virtudes caseras y a los sentimientos apacibles, tomé pie de esto para enjaretarle una plática muy linda sobre las ventajas del vivir ordenado y de la paz doméstica. ¡Qué cosas tan buenas, tan profundas y cristianas le dije! Si el Espíritu Santo no hablaba por mi boca torcida, faltaba muy poco para la efectividad de este fenómeno. Prometió él tener muy en cuenta mis exhortaciones, añadiendo que ya sentía en su alma toda la verdad de ellas antes de que yo me metiese a predicador. En cuanto a la desagradable circunstancia de ingresar en la familia reventativa, Severiano sostenía estoicamente que el ser humano tiene el don de acomodarse a todo; es animal de costumbre que sabe atemperarse a los más extremados y contrapuestos climas, a las civilizaciones más refinadas como a las absolutamente negativas. Partiendo de este principio, no le sería imposible ser yerno de Barragán y de doña Bárbara, pues si al pronto esta parentela le había de ser menos grata que una camisa de fuerza, poco a poco se iría jaciendo y concluiría por encontrarse allí como el pez en el agua. La boda se verificaría en Octubre. También supe que Victoria, de quien yo no me había dejado vencer, se casaba con un sobrino de Arnáiz. Me alegré mucho, y les deseé de todo corazón mil felicidades. Habiéndome quedado casi solo en Julio y Agosto, sin más compañía que la de aquellos pedazos de mi corazón, Camila y Constantino, pensé en continuar mis Memorias, interrumpidas en la parte de mi vida que, a mi modo de ver, merecía más los honores de la narración. No me era difícil escribir, pues mi mano derecha conservábase expedita; pero se cansaba pronto y los trazos no eran muy correctos. La inteligencia y la memoria me ayudaban bien; púseme a la obra, y con lentitud proseguí aquel trabajo. Pronto hube de valerme, para andar más aprisa, de un amanuense que me depararon Dios y mi tía Pilar, hombre que me venía como anillo al dedo para el caso. Llamábase José Ido del Sagrario, y tenía una letra clara, hermosa, si bien un poco floreada y como con tendencias a criar pelo por los infinitos rasgos que por arriba y por abajo salían de los renglones. Pero era miel sobre hojuelas aquel hombre, y con sólo mirarme adivinábame los pensamientos. Tal traza al fin se daba, que contándole yo un caso en dos docenas de palabras, lo ponía en escritura con tanta propiedad, exactitud y colorido, que no lo hiciera mejor yo mismo, narrador y agente al propio tiempo de los sucesos. Con ayuda de tal hombre, los diferentes lances de mi ruina y mi enfermedad salieron como una seda. Decíame Ido que él era del oficio, que si yo le dejara meter su cucharada, añadiría a mi relato algunos perfiles y toques de maestro que él sabía dar muy bien; pero no se lo permití. Por ningún caso introduciría yo en mis Memorias invención alguna, ni aun siendo tan llamativa como todas las que brotaban del fecundísimo cacumen de mi escribiente. Yo ponía mis cinco sentidos en el manuscrito, temeroso siempre de que él se dejara arrastrar de su desbocada fantasía, y puedo asegurar que nada hay aquí que no sea escrupuloso traslado de la verdad. La única reforma que consentí fue variar los nombres de todas las personas que menciono, empezando por el mío, variación que realizamos con pena, pues me gustaría llevar la sinceridad a sus últimos límites. Bien quisiera yo que estas Memorias ofreciesen pasto de curiosidad e interés a las personas que buscan en la lectura entretenimiento y emociones fuertes. Pero no he querido contravenir la ley que desde el principio me impuse, y fue contar llanamente mis prosaicas aventuras en Madrid desde el otoño del 80 al verano del 84, sucesos que en nada se diferencian de los que llenan y constituyen la vida de otros hombres, y no aspirar a producir más efectos que los que la emisión fácil y sincera de la verdad produce, sin propósito de mover el ánimo del lector con rebuscados espantos, sorpresas y burladeros de pensamiento y de frase, haciendo que las cosas parezcan de un modo y luego resulten de otro. Y no me habría sido difícil, sobre todo contando con la experta mano de mi inteligente pendolista, alterar la verdad dentro de lo verosímil en beneficio del interés. Porque, ¿qué cosa más hacedera que suponer a Camila vencida de mis gracias personales, o figurarla al menos vacilante, fluctuando entre el deber y la pasión, jugando al hoy te quiero, mañana no? ¿Pues qué diré de un buen golpe de escenas en que mi borriquita se me entregara y en el momento de la entrega se me muriera en los brazos, sin saber por qué ni por qué no, quedando así burlados mis apetitos... o bien que Cacaseno y yo nos diéramos una buena comida de sablazos o espadazos en el llamado campo del honor y que yo le matase a él, enredándome después con su viuda, de lo que resultaría pronto el hastío de ambos y una buena ración de dramáticos remordimientos? En tal caso haríamos la moral de la fábula, tirándonos los platos a la cabeza; y luego vendría Eloísa, que de la noche a la mañana se había vuelto virtuosa y estaba en camino de hacerse Magdalena de pechos al aire y melenas largas, y nos echaba un sermón diciéndonos que allí teníamos las resultas de nuestro crimen, que nos miráramos en su espejo y pensáramos en arrepentirnos e irnos a un yermo a darnos de zurriagazos, como pensaba hacer ella si el Señor le daba vida... Bien quisiera, repito, que en este campo de la fresca verdad nacieran todas estas yerbas, que son el forraje de que se apacientan los necios; pero no puede ser, y lo escrito escrito está.
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