Lo prohibido: 15
I Durante una semana estuve distraído por pesares que no vacilo en llamar domésticos. El niño de Camila, mi vecina, se puso tan malito, que daba dolor verle y oírle. Cubriósele el cuerpo de pústulas. Todo él se hizo llaga lastimosa. Martirio tan grande habría abatido la naturaleza de un hombre, cuanto más la de una tierna criatura que no podía valerse. Admiré entonces la perseverancia del cariño materno de Camila, y además una cualidad que yo no sospechaba existiese en ella, el valor, esa energía inflexible en el cumplimiento de las acciones pequeñas y oscuras, que sumadas dan una resultante de que no sería capaz tal vez cualquiera de los héroes públicos que yacen debajo de un epitafio. El mundo me había dado a mí muchas sorpresas; pero ninguna como aquélla. Francamente, no creí que una mujer que me pareció tan imperfecta y llena de feos resabios, desplegase tales dotes. Siete noches seguidas pasó la infeliz sin acostarse, con el pequeñuelo sobre su regazo, amamantándole, arrullándole, curándole las ulceraciones de su epidermis con un esmero y una paciencia que sólo las madres de buen temple saben tener. Constantino y yo veíamos con pena tanta abnegación, temiendo que enfermara; pero su potente organismo triunfaba de todo. Eloísa y su madre la instaban a que buscara un ama para que el chico no la extenuase, pues en sus postrimerías Alejandrito era voraz y no se hartaba nunca. Pero Camila esquivaba disputar sobre este punto, y no quería que le hablaran de nodrizas. Estaba decidida a salvarle o sucumbir con él. Ella era así, o todo o nada. Tenía el capricho de ser heroína. Quería saltar de mujer sin seso a mujer grande. «O sacarle adelante o morirme con él», repetía; pero Dios no quiso que ninguno de los términos de este dilema se cumpliese, y al sexto día Alejandrito fue atacado de horribles convulsiones, que le repitieron a menudo, hasta que el séptimo una más fuerte que las demás se lo llevó. Aquel día funesto, Camila me pareció más madre que nunca. La flexibilidad pasmosa de su carácter y su desenvoltura quedaban oscurecidas bajo aquel tesón grave. No creí, no, que entre tal hojarasca existiese joya tan hermosa. A ratos se le conocía el genio, por la rapidez febril con que tomaba las resoluciones y por la inconstancia de sus juicios. Sólo el sentimiento era en ella duradero y profundo. Añadiré una circunstancia que me llegaba al alma, y era que consultaba conmigo toda dificultad que ocurriese, aun en cosas de que yo no entendía una palabra. Por corresponder a esta noble confianza, daba yo mi parecer al tirón, sin detenerme a considerar lo que saldría de juicios tan atropellados. «José María, ¿te parece que haga calentar esta ropa antes de ponérsela?... José María, ¿te parece que le dé dos cucharadas de jarabe en vez de una?... José María, ¿me hará daño café puro para no dormir? ¿me irritará?...». A todo contestaba yo lo primero que se me ocurría, después de mirar a Constantino en una especie de deliberación muda. Rara vez aventuraba Miquis opinión concreta, y cuando la emitía, de seguro era un gran disparate. Yo era el oráculo de la casa en todo. Por fin, el nene dejó de padecer. Bien hizo Dios en llevársele, abreviando su martirio. Se fue de la vida, sin conocer de ella más que el apetito y el dolor. Fue un glotón y un mártir. Se quedó yerto en el regazo de su madre, y nos costó trabajo apartar de los brazos y de la vista de ella aquel lastimoso cuerpecito, que parecía picoteado por avecillas de rapiña. Con sus besos quería Camila infundirle vida nueva, dándole la que a ella le sobraba. La separamos al fin, llevándola a que descansara. La Camila normal reapareció al cabo, la muchacha sin juicio que en otro tiempo había querido tomar fósforos porque la privaban de su novio. Hubo convulsiones, llanto, risa nerviosa; habló de matarse; deliró cantando; nos dijo que la habíamos robado a su niño... Por último se calmó; cesaron las extravagancias, y la loca, que tan bien había sabido cumplir sus deberes, se encastillaba al fin en la conformidad cristiana, invocaba a Dios, y llorando hilo a hilo, sin espasmos ni alboroto, tenía el valor de la resignación, más meritorio que el del combate. Mientras la mujer de Augusto Miquis y María Juana amortajaban al niño, yo dije a Constantino: «Quiero hacerle un entierro de primera. Corre de mi cuenta, y no tenéis que ocuparos de nada». En efecto, al día siguiente piafaban a la puerta de casa seis caballos hermosos, con rojos caparazones recamados de plata, tirando de la carroza fúnebre-carnavalesca más bonita que había en Madrid. Llevamos el cuerpo al cementerio con la mayor pompa posible. Yo tenía cierto orgullo en esto, y me complacía en asomarme por la portezuela de mi coche y ver delante el movible catafalco, el meneo de los penachos de los caballos, y el tricornio y peluca del cochero. Yo pensaba que si los niños difuntos abrieran sus ojos y vieran aquello, les parecería que los llevaban a la tienda de Scropp. Cuando regresamos después de cumplida la triste obligación, Camila estaba en su cuarto, acostada en un sofá, envuelta en espeso mantón, los puños cerrados, apretando fuertemente un pañuelo contra los ojos. Su madre le había repetido hasta la saciedad todas las variantes posibles del angelitos al cielo. Acerqueme a ella para preguntarle como estaba, y me expresó su gratitud con ardor y cordialidad grandes, entre lágrimas y suspiros, estrechándome una y otra vez las manos. ¿Y por qué tantos extremos? Por un entierrillo de primera. Verdaderamente no había motivo para tanto, y así se lo dije; pero una secreta satisfacción llenaba mi alma. En los días sucesivos la calma se fue restableciendo poco a poco, y el consuelo introduciéndose lentamente en el espíritu de todos. Camila era la más rebelde, y defendió por algunos días su dolor. El vacío no se quería llenar. La soledad misma en que había quedado érale más grata que la compañía que le hacíamos los parientes, y huía de nuestro lado para volver sobre su pena a solas. Por fin los días hicieron su efecto. La veíamos ocupada y distraída con los menesteres de la casa, y al cabo atendiendo con cierto esmero a engalanar su persona. Este síntoma anunciaba el restablecimiento. La vi con placer recobrar su gallardía, su agilidad pasmosa, y el vivo tono moreno y sanguíneo de sus mejillas. La salud vigorosa tornaba a ser uno de sus hechizos, volviendo acompañada de aquel humor caprichoso y voluble, que era la parte más característica de su persona. Resucitaba con sus defectos enormes, pero se engalanaba a mis ojos con una diadema de altas cualidades que a más de hacerse amables por sí mismas, arrojaban no sé qué fulgor de gracia sobre aquellos defectos. Tratábame con familiaridad jovial, exenta de toda malicia. La afectación, esa naturaleza sobrepuesta que tan gran papel hace en la comedia humana, no existía en ella. Todo lo que hacía y decía, bueno o malo, era inspiración directa de la naturaleza auténtica... Su trato conmigo era de extremada confianza, y solía contarme cosas que ninguna mujer cuenta, como no sea a su amante. Cualquiera que nos hubiese oído hablar en ciertas ocasiones, habría adquirido el convencimiento de que nos unía algo más que amistad y parentesco. Y, no obstante, no cabía mayor pureza en nuestras relaciones. Mil veces, conociendo su penuria, hícele ofrecimientos pecuniarios; pero ella nunca aceptaba. «No quiero abusar -decía-, bastante es que no te hayamos pagado la casa este mes, y que probablemente no te la pagaremos tampoco el próximo. Pero el trimestre caerá junto. Para entonces me sobrará dinero. No te creas, me he vuelto económica. Tú mismo me has visto haciendo números por las noches y estrujando cantidades para sacarme un vestidillo. Y era verdad esto. Algunas noches me la había encontrado garabateando en una hoja de la Agenda de la Cocinera, destinada a los cálculos. Por cierto, que las apuntaciones de tal hoja no las entendía ni Cristo. Eran un caos de vacilantes trazos de lápiz. Examinando aquellas cuentas, ¡me reí más...! Noté que los treses que hacía parecían nueves, y los infelices cuatros no tenían figura de números corrientes. Yo iba en su auxilio, porque comprendí, tras brevísimo examen, que Camila no sabía sumar. «¿Pero qué educación te han dado, chiquilla?». Y ella me contestaba candorosamente. «Ahora me la estoy dando yo misma. La necesidad obliga». A veces me llamaba, me hacía sentar junto a la mesa del comedor y rogábame fuera apuntando las cantidades que ella me decía para sumarlas después. Con cuánto gusto lo hacía yo no hay para qué decirlo. Cuando era ella quien trazaba los números, hacía muecas con los labios, como los chiquillos cuando están aprendiendo palotes. «Ya, ya me voy jaciendo -decía con gracia. Por fin, salía del paso y hallaba la suma exacta. Los progresos, bajo el espoleo de la necesidad, eran rápidos y seguros. Eloísa también era poco fuerte en cuentas gráficas, enfilaba mal las columnas, sacaba unas sumas disparatadas; pero de memoria hacía prodigios. Más de una vez me quedé absorto viéndola sumar cifras enormes sin equivocarse ni en una unidad. Había adquirido el hábito de calcular de memoria. Camila, en cambio, no daba pie con bola sin ayuda del lapicito, un sobado pedazo de madera negra que apenas tenía punta. «Ya me podías regalar un lápiz -me dijo un día. Le llevé un lapicero de oro. Y volví a rogarle me confiara su situación económica, que por ciertos indicios, conceptuaba poco desahogada. Doña Piedad, su suegra, se había reconciliado con Constantino; pero las remesas metálicas eran escasas, y las en especie, como arrope, cecina, queso y azafrán, no suplían ciertas necesidades. Camila mostrábase siempre muy reservada conmigo en este capítulo de sus apuros. Un día, no obstante, debió de causarle apreturas tan grandes la insuficiencia de su presupuesto, que se resolvió a hacer uso de la generosidad que yo le ofrecía. Observela aquella tarde un poco seria, inquieta, pero no hice alto en ello. Estaba yo leyendo el periódico militar de Constantino, cuando se acercó a mí despacito por detrás de la butaca. Inclinose y sentí en mi rostro el calor del suyo. Híceme el distraído y oí como un susurro. Bien podía creer que mi ruido de oídos me fingía esta frase: «José María, me vas a hacer el favor de prestarme dos mil realitos». Pero no era un moscón de mi cerebro, era ella la que me hablaba. Luego soltó una carcajada, repitiendo la petición en tono más adecuado a su temperamento normal. «Nada, nada, que me los tienes que prestar. Si no, por la puerta se va a la calle... No te creas, te los devolveré el mes que entra...». Me supo tan bien el sablazo, que casi casi lo consideré como una fineza, como una galantería. La verdad, si no hubiera andado por allí, entrando y saliendo a cada rato, el gaznápiro de Miquis, le doy un abrazo. Faltome tiempo para complacerla. Si, conforme me pidió cien duros, me pide mil, se los entrego en el acto.
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