Lo prohibido: 03
I Con este Bueno de Guzmán había tenido yo trato anteriormente, por haber pasado conmigo una larga temporada en Jerez y Cádiz. Pocas personas poseen, como mi primo Raimundo, el don envidiable de cautivar y agradar de primera intención, porque a pocos seres concedió Naturaleza tal caudal de prendas brillantes, calidades de esas que podríamos llamar ornamentales, porque no dan valor positivo a la persona, sino que lo fingen. Cuando le conocí en Andalucía, estaba Raimundo en todo su esplendor y en el apogeo de su deslumbradora originalidad. En Madrid ya le encontré algo decaído. Se me parecía a los artistas que, abusando de sus facultades, caen en el amaneramiento. En ocasiones, lo que antes hacía en él tanta gracia principiaba a ser enfadoso. Sus excentricidades y paradojas, sus ráfagas de ingenio eran para un rato nada más. Comenzaba a tener manías estrambóticas y a padecer lamentables descuidos en su conducta social y privada. No era ya el hombre entretenidísimo, ameno y simpático de otros tiempos; mejor dicho, tenía temporadas, días muy buenos, horas felices a las que seguían períodos en que se hacía de todo punto imposible. En España son comunes los tipos como este primo mío. Creeríase que son producto del garbanzo, y que este vegetal ha ingerido en la raza los talentos decorativos. He conocido muchos que se le parecen, aunque en pocos he visto combinarse tan marcadamente como en él lo brillante con lo insustancial. Había tenido Raimundo una educación muy incompleta; había leído poco, muy poco, y no obstante, hablaba de todas las cosas, desde las más frívolas a las más serias, con un aplomo, con una facundia, con un espíritu que pasmaban. Los que por primera vez le oían y no le conocían se quedaban turulatos. A este don de tratar bien de todo reunía mi primo otros muchos. Hablaba francés e italiano con rara perfección. El inglés no lo hablaba, pero lo traducía, y de alemán se le alcanzaba algo. Aprendía las lenguas con facilidad suma, sin esfuerzo, no se sabe cómo. Su memoria estupenda descollaba también en la música. Repetía las óperas del repertorio moderno, con recitados, coros y orquesta, y trozos difíciles de música sinfónica y de cámara. Cantaba lo mismito que Tamberlick y declamaba como Rossi, imitando también a los actores cómicos más en boga. En esto de remedar voces y de asimilarse todos los acentos humanos superaba con mucho a su hermana Camila, que igualmente tenía dotes de actriz y habría lucido en las tablas si a ello se dedicara. Mi primo no era pintor porque no se había puesto a pintar; pero buena prueba era de su aptitud lo que hacía con lápiz o pluma cuando por entretenimiento dibujaba cualquier figura. Hacía caricaturas deliciosas, frescas, fáciles, y a veces le vi trazar en serio, observando el natural, contornos de una verdad y elegancia que me pasmaban. «¿Por qué no te has dedicado a la pintura?» le preguntaba yo a veces; y él alzaba los hombros, como diciendo: «Si me hubiera dedicado a todo aquello para que tengo disposición no me habrían bastado la vida ni el tiempo». Porque también hacía versos, y tan buenos como los de otro cualquiera. Los componía serios y epigramáticos, burlescos y trágicos, según le daba. En la prosa también hacía primores. La escribía de todas las castas posibles, académica y periodística, atildada y pedestre, declamatoria y picaresca. Cuando estaba de humor literario, cogía la pluma y decía: «voy a imitar a Víctor Hugo». Pues escribía un trozo que parecía arrancado de Los miserables. Otras veces imitaba a los clásicos de un modo que no había más que pedir, y como cogiera por su cuenta el estilo parlamentario y oficial que aquí priva, hacía cosas muy divertidas. También se las daba de crítico y tenía un golpe de vista admirable para juzgar de todas las artes y descubrir en cada obra aspectos y fases que se ocultan a la generalidad. Pues con tales disposiciones, las pocas veces que se vio en letras de molde no fue con lucimiento, porque pensar que hiciera y consumara un trabajo completo, regular, con principio y fin era pensar lo imposible. A menudo, sus tareas literarias, empezadas con febril entusiasmo, se quedaban sin concluir. Cuando se le reprendía por su inconstancia, disculpábase con la carencia de estímulo, que es la asfixia del escritor en nuestro país, con la falta de editores. ¡Oh ¡si aquí se cobrara por escribir...! Esta era su muletilla, que iba siempre acompañada de la amarguísima exclamación de Larra: «El genio ha menester del eco, y no se produce eco entre las tumbas». Estoy convencido de que si hubiéramos tenido un editor espléndido y sabio detrás de cada esquina, Raimundo no habría compuesto libro alguno ni aun del tamaño de una lenteja. Es más, llegué a comprender que mi primo, dotado de aptitudes tan varias, no habría sido jamás poeta eminente, ni pintor de nota, ni músico, ni orador, ni cómico, ni crítico, aunque se dedicara exclusivamente a alguna de estas artes, porque carecía de fondo propio, de fuerza íntima, de esa impulsión moral, que es tan indispensable para los actos de creación artística como para las obras de la voluntad. Elogiado desde la niñez por su feliz talento, mirado como gloria de la familia, defraudó las esperanzas de su padre, que no pudo sacar partido de él. A once carreras se aplicó. Empezaba con mucho brío; pero en el primer año se plantaba. Habíase preparado para Estado Mayor, Minas, Montes, Medicina, Telégrafos, Ayudante de Obras Públicas, y para no sé qué más. Oírle hablar de sus carreras y de sus estudios era como hojear una enciclopedia. Por fin, hízose abogado a fuerza de recomendaciones. «Mi camino al través de la Universidad -decía- ha sido una senda de tarjetas. En los días de esta narración, Raimundo debía detener treinta años (era el segundo hijo de mi tío) y representaba más de cuarenta. Su naturaleza febrilmente activa parecía haber burlado la ley del tiempo, madurándose con demasiada prisa. Vivía en un constante esfuerzo por huir de lo presente, hipotecando el porvenir, y nutriéndose hoy por adelantado con la savia de mañana. Pródigo de su sangre, de todas las energías de su espíritu y de su cuerpo, devoraba el capital vital, como si la juventud fuera un estado que le estorbase y padeciera nostalgias de la vejez. Cuando le vi en Madrid me asustó la extraordinaria flaqueza de su rostro. Comprendí que en aquella lámpara había ya poco aceite, por haber sido encendida muy pronto y atizada constantemente; pero no le dije nada, porque supe que se había vuelto aprensivo. Su cara de hombre guapo era como la de un Cristo viejo, muy despintado, muy averiado de la carcoma y profanado por las moscas. Tenía la voz cavernosa, la mirada mortecina, los movimientos perezosos. Un día que estábamos solos en mi cuarto, le vi acomodarse en una butaca, estirar las piernas sobre otra, buscar postura, hacer muecas de dolor y hastío como el que padece gran quebranto de huesos, cerrar luego los ojos y respirar fatigosamente. A mis inquietas preguntas respondió levantándose de un salto, dando paseos por la habitación con las manos a la espalda y la barba sobre el pecho. «La inacción es lo que me mata -decía sin detenerse- Me estoy atrofiando, me estoy enmoheciendo... Luego se paró ante mí, y mirándome con aquellos ojazos que parecían muertos, díjome entre carrespeos: «Tengo un principio de enfermedad grave. ¿Sabes lo que es? Reblandecimiento de la médula. -¿Has consultado algún médico? -No; no es preciso. He estudiado esa enfermedad, y conozco bien su proceso, sus síntomas y su tratamiento. Diome una lección de fisiología, en la cual habló de la pía mater, del canal raquídeo, de la sustancia gris, de las perturbaciones vasomotoras con otros terminachos que no recuerdo. Debía de ser su atropellado discurso un tejido de disparates; pero tenía todo el aparato de lucubración científica, y para los legos en medicina, como yo, era un asombro. Sentose luego, y tras aquellas sabidurías, dio en afirmar vulgaridades de curandero. Después le oí pronunciar en voz baja y con precipitación maniática sílabas oscuras. «¿Sabes -me dijo de súbito, contestando a mis preguntas-, cuál es uno de los principales síntomas del reblandecimiento? La afasia, o sea pérdida de la palabra. Empieza por inseguridad, por torpeza en la emisión de algunas sílabas. Las que primero se resisten a ser pronunciadas fácilmente y de un golpe son las de r líquida después de t, es decir, las sílabas tra, tre, tri, tro, tru... Observé que Raimundo, haciendo visajes como los tartamudos, se expresaba con dificultad. Tenía su rostro palidez cadavérica. De súbito se marchó sin decirme adiós, pronunciando entre dientes no sé qué conceptos oscuros de una jerga ininteligible. Acostumbrado ya a sus extravagancias, no me ocupé más de él. Al día siguiente entró en mi cuarto con apariencia de estar muy gozoso. Se frotaba las manos y su semblante tenía mucha animación. «Hoy estoy muy bien, muy bien... al pelo -me dijo-. Mira, para probar el estado de los músculos de mi lengua y cerciorarme de que funcionan bien, he compuesto un trozo gimnástico-lingüístico. Recitándolo, puedo sintomatizar la afasia y también prevenirla, porque fortalezco el órgano con el ejercicio. Si lo digo con dificultad, es que estoy malo; si lo digo bien... Escucha. Y con la seriedad más cómica del mundo, con asombrosa rapidez y seguridad de dicción, cual si estuviera imitando el chisporroteo de una rueda de fuegos artificiales, me lanzó de un tirón, de un resuello este incalificable trozo literario: «Sobre el triple trapecio de Trípoli trabajaban trigonométricamente trastrocados tres tristes triunviros trogloditas tropezando atribulados contra trípodes triclinios y otros trastos triturados por el tremendo Tetrarca trapense». Y lo volvió a decir una vez y otra, sin poner punto ni coma, hasta que cansado de reírme y de oír aquel traqueteo insufrible, le rogué por Dios que se callara. Raimundo se apegó a mi persona con tenacidad cariñosa. Era mi primer amigo y me acompañaba y entretenía mucho. Había en él algo del parásito, que adula a los ricos por recoger sus sobras, y un poquillo del bufón que divierte a los poderosos. Me hacía pasar ratos agradables, charlando de cosas diferentes, ya por lo campanudo ya por lo familiar; hacía la crítica de la obra que habíamos visto estrenar la noche antes; remedaba a los oradores del Congreso, y me contaba anécdotas políticas y sociales de las que jamás por su índole personal trascienden a la Prensa. Todo iba bien mientras no le entraba la murria del reblandecimiento, pues entonces no se le podía aguantar. Así, desde que empezaba con el triple trapecio de Trípoli, ya estaba yo tomando mis medidas para echarle de mi cuarto. No sólo era mi amigo sino mi huésped, pues desde el parto de Eloísa, se bajó a dormir a mi casa. «Arriba no se cabe -me dijo un día-. Me han ido acorralando poco a poco, y por fin me han metido en un triclinio en que estoy trigonométricamente trastrocado. Si quieres, puesto que tienes casa de sobra, me vengo a vivir contigo, y así estaré más divertido y tú más acompañado. Tomose para sí la holgada habitación interior que yo no necesitaba, y en las últimas horas de la noche, como en las primeras de la mañana, le tenía siempre junto a mí como mi sombra. Desde que perdió la esperanza de hacer carrera de él, su padre le proporcionó un empleíllo en Fomento, el cual respetaban todos los gobiernos, considerándolo como sagrado tributo que la Patria pagaba a mi tío. Raimundo no iba al Ministerio más que el día de cobrar. «Yo -decía-, no reconozco más jefes que el habilitado». Desde el 20 del mes, o antes, se le acababan los fondos, fenómeno que se traducía al punto en síntomas de reblandecimiento y en la matraca insufrible de los triunviros trogloditas. «No me marees -le decía yo-. Si no tienes dinero pídelo en castellano. A él se le encendían los espíritus con esto. «¿Es verdad o no que no hay guita?... ¡Oh! si tengo yo un ojo médico... -Puesto que me pones una pistola al pecho para que lo confiese -exclamaba con solemnidad cómica-, cierto es. -¿Por qué no te clareabas? -¡Ah! porque yo digo, como Fontenelle, que si tuviera la mano llena de verdades, no las soltaría sino una a una.
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