Capítulo IV: Valdepaz
Existe un pueblo que nombraremos con el pseudónimo de Valdepaz, que ha escogido por asiento un valle, colocado entre las últimas ondas que forma el suelo de una vasta cordillera. Dórale un brillante sol sus mieses, riéganle claros manantiales sus huertas, en que el copudo naranjo cubre de perlas su manto como un rey, el fino granado se adorna de corales, el suave almendro de guirnaldas de rosa, y los sencillos frutales se apresuran a ponerse su traje blanco, que es tan que se desprende aun antes de partir la fugitiva primavera que se lo viste. Separan a Valdepaz del resto del mundo los montes que a su alrededor se levantan como inmensos biombos, con los que hubiese rodeado la naturaleza la cuna en que durmiese uno de sus hijos. Álzase en su centro, digna y tranquila, la no profanada iglesia; descansa honrado bajo el techo del labrador el arado que enseña el trabajo, y en premio da el pan de cada día. Los niños aprenden la doctrina, besan la mano al cura, y piden la bendición...
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